Una crónica sobre New York cedida por el periodista y escritor Wilbert Torre para nuestro número 2.
En Manhattan existe una isla dentro de la isla, un
rectángulo de diez kilómetros donde una misteriosa mujer trota con el rostro
pintado de blanco; un mapache hurta sandwiches de los turistas; un hombre de 94
años hace piruetas en el sitio donde solía trotar con Jacky Kennedy; unos
patinadores descienden a gran velocidad, como una parvada de pájaros con alas
en los pies, y el sonido gutural y primitivo de unos tambores africanos se
confunde con los susurros de unos bailadores de tango.
Es un sitio repleto de caminos laberínticos,
jardines y lagos que se levanta como un milagro en medio de esa selva fría y
mecánica de rascacielos, dinero y poder que es New York. Es un paraíso citadino
donde todo transcurre a otro ritmo: las mamás pasean a sus bebés y los abuelos
caminan como si contaran sus pasos. Se trata del neoyorquino más longevo de la
isla: Central Park.
Es un referente imposible de pasar por alto en
Manhattan: no sólo es el pulmón de una ciudad asfixiada por el tráfico y el
ruido de los cláxones, sino un oasis de diversión y relajamiento para los
neoyorquinos, tan obsesivos e individualistas como los personajes de las
películas de Woody Allen.
Es además un ejemplo de una milagrosa
conversión urbana: hace 20 años era escenario de cruentas batallas entre
pandillas que violaban, asesinaban y se disputaban su territorio boscoso. Hoy
es un gigantesco jardín abarrotado de niños y familias que organizan picnics
y fiestas con globos y confetis.
Central Park es una babel de prados color
menta: cualquier domingo en una de sus bancas puedes encontrar, sentados uno
junto al otro, a un polaco, un estadounidense, un africano, un suizo, un
japonés, un indio musulmán (con turbante) y un argentino. En un planeta
dominado por brechas sociales y diferencias de clase, Central Park es un
micromundo donde todos juegan a ser iguales. Con frecuencia cohabitan en el
mismo espacio un vagabundo y una de esas neoyorquinas adineradas que pasean sus
perros montadas en zapatillas de tres mil dólares.
En verano, en un óvalo de arena junto a la
Quinta Avenida, a la altura de la calle 100, puedes ver a unos jóvenes que
corren tras un balón y que visten camisetas amarillas a rayas blancas y rojas y
otras con un puma en el pecho: son los mexicanos que cocinan y sirven mesas en
los restaurantes de Manhattan.
Central Park es un recuerdo de aquellos tiempos
cuando los arquitectos no sólo construían edificios de cristal y concreto con
ventanas que tocan el cielo.
Cuando uno visita sus hermosos lagos y trota en
sus prados y escala sus muros de roca grisácea desconoce que eso que parece un
parque natural, repleto de árboles, flores y animales, es la creación de una
pareja formada por un superintendente llamado Frederick Law Olmsted y un
arquitecto inglés que llevaba por nombre Calvert Vaux, quienes construyeron,
por encomienda del gobierno y unos comerciantes millonarios, un paisaje urbano
a semejanza de los parques que hacía siglos se levantaban en París e
Inglaterra.
“El Central Park es mi casa. Sin el parque no
hubiera vivido tanto”, dice Alberto Arroyo. Tiene 94 años y comenzó a correr en
The Reservoir, un lago abrazado por rascacielos, hace siete décadas. Su
compañera de trote era Jacky Kennedy. Su presencia es un símbolo de la
persistencia, en una ciudad donde el caprichoso mundo de las modas erige y
destierra dioses todos los días.
El parque no sólo representa un rectángulo
virtuoso para los corredores. Posee una colección de cosas extraordinarias: 10
kilómetros de caminos pavimentados; zonas boscosas donde habitan más de 200
especies de pájaros salvajes; dos famosos halcones de cola roja (Pale Male y
Lola), que habitan en la cornisa de un edificio del Upper West Side; un
castillo y una fosa de viejas tortugas; dos pistas de patinaje; y un viejo
carrusel que no deja de girar un solo día del año.
Witold Ribczinski, historiador y profesor de
urbanismo, opina que New York no podría imaginarse sin la magia de Central
Park. “Es el cuarto de juegos más grande del mundo”, ha dicho Ribczinski.
Sin Central Park, New York sería una isla.
WILBERT TORRE.
Periodista y escritor. Autor de Obama Latino y Todo por una manzana.
Corresponsal de la revista Etiqueta Negra en Nueva York y Washington DC. Sus
historias han aparecido en los diarios Reforma y El Universal, en la edición
sabatina de El Mercurio de Chile; y en las revistas Gatopardo y Letras Libres.