A 55 años de la muerte de Giovanni Papini:
La mujer ve en el hombre aquél que debe dominarla, al enemigo. El hombre ve en ella a quien querría dominarlo, a la enemiga. Entre ellos se miran como el animal no capturado y el cazador no victorioso. Los dos derrotados están siempre a punto de odiarse. La forma más célebre de este odio se llama amor.
El amor es una guerra diferente de todas: el abrazo no es sino la tentativa de suprimir a uno de los antagonistas, El varón en el acto de conquistar es un vagabundo atraído mediante perpetuas emboscadas para hacerlo prisionero. La esencia del amor consiste en querer reducir a dos seres a la unidad: uno u otro debería ser anulado pero ninguno de los dos quiere ser destruido y cada uno intenta destruir. Las dos voluntades idénticas pero contrarias, se consumen en una lucha dolorosa interrumpida por breves armisticios de felicidad.
Ya en su origen carnal el amor es presentimiento de muerte: el oscuro impulso de crear un ser nuevo destinado a tomar nuestro puesto el día del fin. El acoplamiento se asemeja a un asesinato y termina en una agonía. Más fuerte es el deseo, más el abrazo carnal se parece a la asfixia, y cuando los besos no bastan para obtener la imposible unidad los dos se muerden como si quisieran arrancar la carne del enemigo e incorporársela para fundirse al fin, gracias a una amorosa antropofagia. El macho penetra a la hembra como una espada en una vieja herida, y el vientre de la virgen mana sangre. El término del deseo es un doble agonizar, y el supremo espasmo se parece al de la muerte con gemidos y estertores. Pero los moribundos, al resucitar, están otra vez divididos en dos cuerpos, en dos almas solos como antes, más alejados que antes. La tristeza casi rencorosa del hombre después de la cópula nace al descubrir esa soledad invencible.
El amor en sus formas extremas es hambre de unidad. Busca la reducción de dos criaturas a una sola carne con un solo espíritu y no logra siquiera dos cuerpos con una sola alma. Las más desesperadas voluptuosidades consumen a los dos cuerpos pero no anulan la eterna separación: cada corazón, después de todos los vuelos de la fuga, está más solitario que antes.
Entre las causas del amor, una es la soledad; y el amor nos deja todavía más solos. Su promesa de comunión perfecta nos consolaba con la esperanza, pero la prueba nos despoja también de la esperanza. Cada uno de los amantes sólo puede amarse a sí mismo, a lo sumo, ama en el otro algo de sí mismo. Es un trueque mágico de sueños. La mujer, débil, le transfiere al hombre su anhelo de heroísmo, el hombre impuro, irradia en la mujer su ansia de inocencia. Cada uno ama en el otro un retrato pintado por la propia fantasía. Pone en el amado lo que en sí mismo es deseo, veleidad. Un manto imperial drapeado sobre un enano ruin, o un manto de Virgen sobre una mujerzuela fácil de comprar. Y no aprenden: caen. Al final la experiencia descubre que el fantasma imaginario no tiene nada que ver con la persona concreta. Y cada fantaseador se vuelve a encontrar solo, hurgando en las cenizas de las llamaradas inútiles, después de haberle resistido a la verdad años y años, esa verdad que tratamos en lo posible de no ver, por vergüenza.
En otros es más fuerte el instinto de la propiedad tener cerca a una criatura que depende de nosotros, que es toda nuestra, que nos debe todos los bocados de su pan, todos los placeres de su cuerpo, todos los pensamientos de su alma, La hipocresía, que por mitades participa de los amores felices, convalida exteriormente la felicidad del poseedor. Pero pasado el furor de los primeros tiempos, el poseído, ya seguro de su poder, amengua el calor de su representación y su dueño descubre poco a poco que la obediencia es ficticia y la subordinación ilusoria: el alma del esclavo está ocupada por impulsos no confesados, por inquietantes abismos donde nadie ha llegado a fondo con su mirada. El posee un cuerpo y no conoce sus secretos, imagina poseer un alma y solo tiene su fingida fachada. Y si llega un día en que deveras quiere disponer del otro como de algo suyo, advierte que no se posee siquiera a sí mismo. Tiene ante él un friso de costumbres, una mecánica de gestos, y nada más: la verdadera sustancia se le escapa antes de haberla sorprendido; además nunca fue suya y ahora está más pobre y más solo que antes.
La esencia del amor y su grandeza reside en querer lo imposible y en su impotencia para alcanzarlo. Imposible la unidad, imposible el consorcio, imposible la propiedad.
Entre el hombre y la mujer es imposible tanto la paz-los dos vueltos uno- como la victoria- la sumisión perfecta de uno. Queda la guerra con su inútil crueldad. Una guerra es la que rendirse es el principio del desquite y una media victoria el redoblamiento de la servidumbre, en la que gozamos con nuestras llagas y sufrimos cuando el adversario es golpeado por nuestras manos. Me han herido: con la misma arma cúrame: reside aquí la única dicha del amor, también si la cicatriz se abre bajo los balsamos. Una guerra que no se parece a ninguna donde no hay paz ni posible tregua, sino un querer saltar más allá de nuestra sombra, como los niños de Heráclito, y un querer abrazar las sombras vanas como los muertos del Dante, y un querer destruirnos a nosotros mismos en el otro, y un desear la muerte para vivir una vida más hermosa. Extraña guerra en la que los mordiscos son besos más profundos, el abrazo casi estrangulamiento, en la que la victima triunfa en su propia sangre y el asesinato es la mayor prueba de amor, el suicidio la fidelidad suprema, y el hacer sufrir el principio y el fin de la voluptuosidad.
Porque la guerra no se lleva a cabo sólo entre los dos sino dentro de cada uno de ellos, la guerra entre el instinto de crear y el instinto de destruir, entre la fuerza que protege y la fuerza que martiriza, entre el deseo de dar felicidad al otro aunque debamos pagarla con nuestro dolor y el deseo de complacerse en el dolor de él. En toda pareja hay un verdugo y un torturado, y casi siempre el que atormenta no goza y el que es castigado es feliz. El amor está de tal manera circunscripto a lo imposible que destruye lo que quiere crear y da lo que quiere quitar.
Al igual que el absoluto, del que es sinónimo, es un antes y un después: jamás certeza del presente. Lo único soportable que tiene el amor es el deseo naciente y el recuerdo lejano. Surge del deseo y el deseo transfigura al amado y a la amada: toda la gracia, el poder, la dulzura del amor, pertenecen a este tiempo de preparación y de distancia, cuando cada uno es para el otro un misterio o un espejo para recrearse en su propia belleza. Ni bien el deseo es satisfecho, viene la tristeza, el desencanto, el remordimiento: comienza el fin. Y cuando el amor ha terminado y está lejano, y se recuerda sólo la belleza del principio, la ilusión de la victoria, el delirio de la embriaguez sexual, entonces experimentamos más gozo-pero es el gozo de la memoria que contempla nuestra sustancia. Lo mejor del amor se reduce a una angustiosa promesa de felicidad y a una añoranza dulce de la felicidad jamás gozada.
Solo el indefinido amor al amor- amor no comenzado o amor ya muerto- nos ofrece un resarcimiento del suplicio guerrero.
Y esta compensación concedida sólo a las almas lo suficientemente grandes para ser dignas de infelicidad. Y son las menos. En la mayoría el amor es juego de compartida lujuria o desviación del orgullo, o insaciada curiosidad por lo nuevo, o imitación, sugestión, simulación de buena fe.
El amor tiene sus raíces en la animalidad y su meta en lo absoluto, y no es sino una vana contorsión para liberarse de la carnalidad y convertir en verdad lo imposible. Por eso es una batalla en la que todos son vencidos, un odio que el perdón excita, un encuentro que duplica la soledad, una agonía de la que nacen nuevas vidas. Sólo quien lo acepta como castigo tiene en premio el presentimiento de un orden más elevado de amor, amor a todas las criaturas y a su supremo Principio.