El término inocular tiene su raíz en el latín oculus (ojo) que, por similitud, se usaba para nombrar a una flor en capullo. Al parecer, también por extensión, se llamó inocular al hecho de injertar un capullo (y luego cualquier otra parte) de una planta a otra.
Posteriormente -una vez más por extensión- se usó (hacia finales del XVIII) para nombrar a la introducción de antígenos en el organismo humano.