5.5.11

De viaje | Japón


Mi viaje a Japón fue muy diferente a lo que comúnmente se pensaría cuando se habla de visitar otro país: prácticamente me fui de polizón con un grupo religioso con cuyo líder acordé que, aún si yo no comulgaba con el credo del grupo (obviamente había platicado largo y tendido con él sobre mis ideas y él me sabía ateo, pero no le pareció un problema por mi forma de ser y mis ánimos para participar en sus costumbres y rituales), al aceptar el apoyo que se brindaba a los miembros para realizar el viaje estaba aceptando también ir como parte de ellos y participar en todo lo que ellos hicieran o se les pidiera.
Ya que yo participaba gustoso de todo esto (habiendo algo de otaku en mí, todo lo que me hiciera sentir que vivía uno de mis animes favoritos haciendo cosas japonesas me emocionaba, y aún hoy lo haría de nuevo) fui aceptado en el grupo y después de un tiempo de participar de las ceremonias locales llegó la fecha del viaje a Japón. Ese día pasé las veinte horas más largas de mi vida hasta el momento: malas películas en el vuelo y comida que apenas y merecía llamarse así, pero sazonado por la anticipación de ver un gran sueño hacerse realidad. Todo valió la pena al salir del avión para ver los letreros llenos de kanji en el aeropuerto de Tokio, era de noche cuando llegamos. Taxi, luces de ciudad de noche, hotel, televisión japonesa (ya no es novedad gracias a youtube) y luego de esto vino mi primer momento OMFG en Japón: los baños del hotel. No sé cómo describir eso… podría empezar por decir que en el retrete había más botones que en el control remoto de la TV (no, no estoy exagerando), uno de los cuales por cierto servía para llamar a la policía (no, no es broma) y otro de los cuales servía (cosa que aprendí de una manera muy poco amable y que resultó ser una de las muy pocas experiencias no placenteras que me traje de Japón) para realizar una profunda limpieza con chorros de agua. Salí del baño de un salto y me dispuse a dormir, excitado por el viaje a nuestro destino el día siguiente: Awaga.
No soy experto en geografía pero según recuerdo Awaga es un pequeño pueblito perdido entre las montañas que pertenece a Tenri, que a su vez pertenece a la prefectura de Nara. Awaga es pequeño y muy modesto, pero creo que ahí es justo donde radica su belleza: fue sin lugar a dudas lo mejor de mi visita a Japón, fue amor a primera vista desde que iba aún en el autobús, por ello centraré mi relato sólo en este sitio de los que visité.
Saliendo del hotel hubo pocas paradas en el camino, en tiendas de carretera que venden recuerditos y demás. Todos los del grupo, que éramos, según recuerdo, once personas, bromeábamos y nos divertíamos con todo, tomábamos fotos de absolutamente todo lo que veíamos y todo nos impresionaba bastante, pero cuando el camión cruzó las montañas tapizadas de pinos yo no pude hablar más, me olvidé de las personas que venían conmigo y no las recordé sino hasta que una de las compañeras me sacó de mi trance justo a tiempo para limpiarme las lágrimas de los ojos y centrarme un poco para que no se me quebrara la voz al hablar… nunca me había sentido tan abrumado en mi vida por tanta belleza, ni siquiera las fotografías o videos que pueda mostrar me ayudan a describirle a mi gente el paisaje que tenía frente a mí (y mucho menos la sensación que me generaba; tan fuerte que, cuando he tratado de platicarla, todavía consigue quebrar mi voz). Era un verdadero mar de pinos, hasta donde llegaba la vista, las montañas se fundían con el cielo a lo lejos, no había un solo espacio en el verde de las montañas en el que pudieras apreciar el color de la tierra, el suelo estaba alfombrado con cultivos de arroz por kilómetros entre casa y casa, ocasionalmente se apreciaba un pequeño bosque de bambúes que adornaba las orillas de las montañas y podías escuchar todo el tiempo el canto de cigarras mezclado con el viento. Cuando la gente me habla de sus cielos religiosos, no puedo evitar traer a mi mente estas imágenes.


El templo local de Awaga sería nuestra casa mientras estuviéramos por allá, una casa tradicional japonesa, construida casi en su totalidad con madera, con suelo de tatami (pequeñas varitas de bambú entretejidas que obviamente no son tan poco amables con los pies o las rodillas como lo es el suelo de concreto), puertas corredizas de papel, sin sillas para sentarse a comer y sin camas para acostarse a dormir -como usted lo vio en Ranma ½-. Debo decir que nunca había dormido tan a gusto. Para dormir usábamos futones, a la hora de la comida usábamos pequeños tapetes acolchados y comíamos hincados sobre el suelo de tatami, algo que llamó mi atención también es que había dos baños (para hombres y para mujeres), y en el baño de hombres había además de un retrete, un mingitorio, y no sólo eso: como ya se sabe, en Japón es costumbre quitarse los zapatos al entrar a la casa y usar pantuflas dentro de la misma, pues a la entrada del baño había otras pantuflas, pero ahora unas de plástico, que son las que debes usar para no ensuciar las de tela que usas por la casa, pero lo más extraño y lo que más me sorprendió fue que el retrete estuviera conectado a la corriente eléctrica. Descubrí la razón de esto cuando tuve que levantarme al baño en la noche, y ya acostumbrado a la vida en México estaba mentalizado y listo para sentarme sobre el agresivamente helado asiento del baño, y cuando lo hice me llevé la grata sorpresa de notar como estaba cómodamente tibio.
La persona que nos recibió al llegar a la casa de Awaga era una señora a la que todos llamábamos “Okaasan” (mamá). Nunca supe su nombre, pero me di cuenta de que nosotros no éramos los únicos en llamarla así, verdaderamente la gente de ese pueblo se comportaba como una gran familia: había una pareja de ancianos a los que les decíamos “yama no obachan” y “yama no ojiisan”, que respectivamente quiere decir “abuela y abuelo de la montaña”, un par de viejecitos que eran de lo más agradables, cuando se sentaban a platicar con Okaasan y con el líder del grupo yo podía estar escuchándolos por horas sin entender una palabra de lo que decían pero igual riéndome con ellos y disfrutando el tiempo de convivencia sin aburrirme, tenían un aura de verdad cálida y se antojaba en serio charlar con ellos, lástima que la barrera del idioma era un obstáculo. Varias familias asistían al templo con frecuencia y casi siempre llevaban alguna ofrenda, no necesariamente dinero, con ellos. Noté que era común que las casas tuvieran sus hortalizas a un lado o en la parte de atrás, cada familia tenía cultivos de cosas distintas, y ya que obviamente una familia no se puede acabar ella sola treinta sandías, lo que hacen es compartirlas entre todos: cada quien le regala una parte de la cosecha a los demás y así todos tienen un poco de todos, hasta donde me di cuenta, sin dinero de por medio.
Abandonamos el pueblo para ir a otros sitios, pero volvimos allí y, al regreso, el líder del grupo nos comentó que practicaríamos algo llamado home stay: nos quedaríamos durante dos días y una noche cada quien solo en casa de una familia distinta y conviviríamos con ella, y la tarde del segundo día nos reuniríamos todos para la ceremonia de despedida.
A mí me tocó quedarme con la familia Nakano, no recuerdo el nombre de los padres pero los dos niños se llamaban Eri, una niña de siete años, y Keita, un niño de cinco. La llegada con ellos fue chistosa por la situación que vivimos por un momento, siendo mi conocimiento del idioma japonés muy limitado y el de ellos del español prácticamente nulo no teníamos manera de comunicarnos. Ellos tenían un diccionario español-japonés, pero realmente no fue de mucha ayuda, así que para entablar una conversación yo tuve que ingeniármelas con lo muy poco que hablaba de su lengua. Esto resultó ser bastante divertido, al menos los niños se la pasaron bastante bien viendo mis caras de confusión y viendo a sus padres tratando de darse a entender con un mexicano.
La familia era amable en extremo, pese a que eran humildes me hicieron varios regalos y la noche que pasé con ellos invitaron a muchos amigos suyos a darme la bienvenida, durante la comida me preguntaron qué me gustaba comer, yo les dije que mi fruta favorita era la sandía y en la reunión de la noche la señora Nakano llegó con charolas y charolas de sandías partidas que alguno de sus amigos había cosechado, me sentí muy apenado por esto pero nos divertimos mucho prendiendo fuegos artificiales en el patio y comiendo sandía mientras todos platicaban y reían y yo a mi manera medio platicaba con las visitas, todos me interrogaban sobre muchas cosas y creo que respondí más de la mitad de las preguntas… aunque no sé si muy bien, porque todas las respuestas los hacían reír, pero fue parte de lo interesante de la experiencia.
La mañana siguiente fue simplemente bellísima, yo dormí en la sala de la casa, a la derecha de mi cama tenía una puerta de vidrio que daba a la calle directamente y ya que frente a la casa no había otra casa por kilómetros lo único que veía eran campos de cultivo y hasta el fondo podía ver las montañas de Awaga con sus bosques de pinos, era un muy bonito paisaje a cualquier hora, pero a las cinco de la mañana (que no sé por qué me desperté a esa hora, pero lo hice) que me levanté no tenía punto de comparación: los bosques y los campos de cultivo estaban envueltos en nubes, nubes tan densas que no podías ver a través de ellas, yo nunca había visto algo así, y la claridad del cielo con la luz que había a esa hora daba a todo un tono de azul que hacía que la puerta pareciera una pintura, no me imagino una mejor manera de comenzar el día, si así se levantan diario los japoneses de Awaga entiendo por qué siempre parecen ser felices sin importar lo que suceda.
Alrededor de las seis de la mañana llegaron Eri y Keita por mí para llevarme con ellos a lo que parecía ser una biblioteca o algo así, ahí había un instructor y muchos otros niños con él, también me encontré a mis compañeros que se estaban hospedando en otras casas y tuve la oportunidad de platicar con ellos un rato sobre cómo la estaban pasando y demás. El instructor entonces puso música y con ella los niños hacían estiramientos y ejercicios para oxigenarse, mismos que hicimos nosotros también, y al terminar los niños iban con el instructor a que les sellara una especie de calendario. Al terminar regresamos a casa y pasamos el día jugando a la pelota en la calle, atrapando peces en los riachuelos, recorriendo el pueblo y más tarde la señora Nakano nos llevó a un centro comercial a jugar boliche con otros amigos japoneses, pasamos un día muy divertido en verdad.

Cerca de la noche regresamos a la iglesia, hubo una ceremonia muy grande de despedida con comida y bebida a reventar, pasamos un rato muy agradable, agradecimos a todos las atenciones que habían tenido con nosotros y lo bien que nos habían hecho sentir a cada momento. Cuando se hizo más tarde nos despedimos de todos los que ya no veríamos al día siguiente y cada quien se fue a su casa. La siguiente mañana no hubo más que desayunar, preparar nuestras cosas y tomar el camión que nos llevaría al aeropuerto de regreso. No pensé que pudiera considerar seriamente la posibilidad de dejar mis maletas abandonadas y escapar corriendo para evitar subir al avión, pero lo hice por momentos. Luego decidí que quizá sería mejor idea regresar a México y ahorrar para algún día volver a visitar Japón.


Sitio web del autor: http://www.lordterrato.deviantart.com/
Comments
0 Comments

0 personas tienen algo que decir: