4.5.11

Ensayo | El devorador de imágenes

María Isabel Cabrera

So, to punish it, she held
it up to the Looking-glass,
that it might see how sulky it was
Lewis Carroll, Trough the looking-glass

Existe en la ciudad de Guadalajara, en Jalisco, una casa emblemática conocida por los lugareños como Casa de los perros. El curioso nombre de esta casona que cuenta con más de cien años de historia[1], se debe a los peculiares guardianes de piedra que se posan a cada flanco de la fachada de la construcción: dos canes enormes que, inertes, resguardan lo que tienen a sus espaldas. Entre los muchos tesoros que en los buenos tiempos de la finca guardaban estos perros, había un conjunto de tres espejos –uno enorme horizontal en la pared del centro y dos verticales de nada despreciable dimensión en las paredes de los lados- que según dicen, se encontraban en lo que fue la sala principal y que habían mandado traer especialmente de Europa.
Como suele pasar en esta vida, el esplendor de la casa de los perros se vino abajo con el decaimiento de la familia que la edificó. Las últimas herederas que habitaron la residencia se vieron en la necesidad de desplazarse hacia el norte del país, y con ellas trasladaron gran parte de lo que quedaba todavía en la casa. Estas señoritas estaban emparentadas –por algún tipo de vínculo de sangre- con mi bisabuela materna, a quien le pidieron que guardara uno de los espejos laterales, hasta que ellas pudieran requerirlo nuevamente. De esta forma, uno de esos colosales espejos se instaló en la casa de la familia de mi madre, que contaba con un techo suficientemente alto para albergarlo en su interior. Pasado algún tiempo, las dueñas del espejo pidieron que éste las alcanzara, petición a la que accedió mi bisabuela, requiriendo para el efecto que se le enviara el costo del flete que, dada la dimensión y características del presunto paquete, ascendía a una suma que las señoritas no pudieron pagar. Debido a estas peculiares circunstancias, se acordó que mi bisabuela conservara el espejo –que al fin era familia- pagando por él la compensación correspondiente[2]. Quedaron separados los espejos: dos con los perros y el otro lo heredó mi abuela.
Así pues, hay en la casa de mis abuelos tremendo espejo que ocupa prácticamente todo lo ancho y todo lo alto de una de las paredes de la sala. No quisiera especificar sus dimensiones, pues cuando pienso en él me gusta tener la sensación de lo indefinido, de lo que no se puede mesurar; esa sensación que me provocaba de pequeña estar frente a él, en las contadas ocasiones que se nos permitía acceder a ese dominio de la casa, que estaba destinada sólo a los adultos o a las visitas. Pasados los años, cuando lo veo, cuando me veo en él, aún siento lo mismo.
CREO QUE PRÁCTICAMENTE TODOS LOS ESPEJOS PROVOCAN MIEDO, UNOS MÁS, OTROS MENOS, PERO TODOS SON DE ALGUNA MANERA LA MANIFESTACIÓN DE ALGO MÓRBIDO, QUE DEPENDIENDO DE LA LOCACIÓN O DE LA CIRCUNSTANCIA, ADOPTA MOMENTÁNEAMENTE ALGUNA FORMA. EN OCASIONES –Y ESTO ES LO MÁS PERTURBADOR- LA DE NOSOTROS MISMOS.
Evidentemente, no soy la única que así lo piensa. Jamás olvidaré la impresión que sentí cuando, leyendo a Borges, me topé en uno de sus cuentos con la privilegiada referencia a un espejo como algo inquietante. Cuando se vuelve a referir a él, lo hace de la siguiente manera: “Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso” (Borges, 1974, 14). Inmediatamente después se añade al horror que estos monstruos suscitan el hecho de que multiplican la realidad[3]. Este grande de la literatura le había dado en ese momento un adjetivo perfecto a mi muy inferior forma de pensar y sentir los espejos, enriquecida con una idea de voluntad irracional que perfecciona la referencia.
Es a partir de la idea de inquietud que quisiera abordar tres obras de arte en las que el espejo juega un papel principal. La primera de ellas será Las Meninas de Diego de Velázquez, la segunda La reproducción prohibida de René Magritte y finalmente Retrato de Lupe Marín de Diego Rivera. La intención no es hacer un examen simbólico exhaustivo, sino ensayar algunas ideas en torno a la función del espejo en estas obras.
Existen en la historia del arte muchos ejemplos notables en los que interviene un espejo; sin embargo, los tres antes citados cuentan para mí con la peculiar función -como si fueran agentes con voluntad en las piezas- de inquietar tanto al conjunto de la composición como al espectador. Quisiera añadir en este momento que la elección del adjetivo que tomé prestado de Borges no es gratuita: souci [4] es el vocablo francés que utiliza el filósofo Michel Foucault (Foucault, 1984) para aludir a la sensación que se experimenta cuando algo realmente nos importa y nos hacemos cargo de ello. Lo que quisiera poner de manifiesto con esta referencia, es que a través del recurso del espejo, de un espejo que nos inquieta, lo que busca el artista es que nos hagamos cargo de algo que está presente en la obra de arte y que nos alude potentemente, que no podemos ignorar.

El espejo de Las Meninas



Si existe un espejo famoso en el arte, ese tiene que ser el que incluye Velázquez en su cuadro más emblemático. El conjunto de Las Meninas cuenta con una merecidísima popularidad que ha inspirado, en cantidad de artistas y pensadores, trabajos de toda índole. Algunos de estos trabajos están dedicados particularmente a indagar la función del espejo que, al fondo de la estancia representada, nos presenta los rostros de los reyes de España.
Uno de los hechos que con más frecuencia se menciona es que, en un primer momento, uno tiende a confundir al espejo con un cuadro. Parece que lo que tenemos ahí es auténticamente un retrato de los reyes, no el reflejo en el cuadro de los reyes. Esta característica me parece importante: el espejo, con todo y la “claridad” que se supone lo caracteriza, engaña al espectador que despistado observa el lienzo. Velázquez, con su reconocida perspicacia, nos muestra un juego retórico que se presta a la confusión y que se pone a tono con el “espíritu” general de la obra: Las Meninas completa es una farsa[5], un juego de referencias cruzadas que nos obliga a reflexionar en torno al verdadero carácter de lo que contemplamos.
¿Qué es lo que en verdad nos presenta aquí Velázquez? ¡Vaya pregunta! Ha sido planteada tantas veces y ha suscitado repuestas brillantemente ensayadas. No es mi intención transitar aquí esta vereda. Lo que me interesa es hacer hincapié en el enmarañado trazado que el autor nos presenta y del cual el espejo es la metáfora silente.
En Las palabras y las cosas, Michel Foucault atribuye al espejo de Las Meninas la noble misión de ser el único elemento verdaderamente funcional de la representación (Foucault, 1966). Es decir, es el único que está donde debe y que hace lo que se supone debe hacer. Aún más, es él quien nos hace visibles a aquellos que suponemos son el modelo de ese lienzo que, de espaldas al espectador, trabaja el Velázquez del cuadro. Pero si seguimos los argumentos del pensador nos daremos cuenta pronto de cómo esta supuesta funcionalidad del espejo se vuelve un pretexto para hacer confluir sobre un punto fuera de la representación la atención de la representación misma. Extraño movimiento: a través de un ejercicio de entropía, el espejo realiza la tarea del prestidigitador al mostrarnos el revés de la trama. Pero el espejo nos engaña de nuevo pues, haciendo manifiesta esa voluntad que le hemos atribuido, nos muestra en este movimiento la acción en la que consiste el truco.
Sujeto por objeto, espejo por cuadro, el adentro por el afuera, el pintor se vuelve el retratado y el observador se ve a sí mismo observado.
En este ir y venir de categorías cuyo sentido no está aquí determinado, el espejo se muestra como el elemento que escinde la obra. Ahí donde creíamos encontrar un punto seguro para asirnos, encontramos la apertura para entrar al juego que se nos ha propuesto. El espejo inquieta nuestra actitud expectante frente al lienzo y nos arroja dentro del cuadro mismo. La extraña sensación que provoca Las Meninas se vuelve más extrema aún cuando el espejo nos hace concientes de que lo que refleja -en este caso los reyes- podría ser nuestro reflejo: la inquietante función del espejo es hacernos visibles a nosotros mismos. De alguna forma, magistral sin duda, Velásquez ha anticipado a todos los espectadores posibles y no conformándose con eso, nos da la bienvenida, invitándonos a pasar a través de la puerta translúcida del espejo.
Hay momentos, cuando pienso en Las Meninas, en que compadezco profundamente al rey Felipe IV y a su esposa, doña Mariana. Han sido ellos las víctimas circunstanciales de Velázquez, que los encerró en la trampa de su espejo, suspendidos en el no lugar, entre todas las representaciones posibles.

El espejo de La reproducción prohibida



Otro espejo del que trataré es producto de la surrealista imaginación de René Magritte. Siendo el belga un maestro de los artificios de la representación, el espejo no podía faltar entre su colección de referencias pictográficas. De hecho, es un elemento más o menos constante en su obra, y si no propiamente el espejo, al menos sí la función que éste cumple. De cualquier modo, podemos encontrar varios espejos, estrictamente hablando, dentro de sus obras; incluso en una serie de obras en las que encontramos casi el mismo fondo: la repisa sobre una chimenea. Dentro de este grupo, La reproducción prohibida resalta por su singularidad.
Lo que vemos en esta obra es a un hombre[6] que, en primer plano, nos da la espalda. En el siguiente plano, podemos apreciar cómo el reflejo de un espejo nos devuelve la imagen de dicho hombre; pero en vez de ver reflejada la imagen de frente, como sería de esperar dadas las circunstancias tanto del hombre como del espejo, lo que vemos es una vez más la vista trasera del hombre. A esta primera impresión de que el espejo “no funciona”, sobrevienen una serie de conjeturas que amplían nuestra comprensión de la obra.
En primera instancia sospechamos de la realidad del espejo. Seguramente que en más de una ocasión hemos tenido la oportunidad de encontrarnos frente a “falsas ventanas” o “falsas puertas”, estos artilugios que sirven ya sea para disimular un error de construcción, para ampliar la dimensión de una estancia, o con más gracia, para provocarnos un trompe l’oeil. Quizá pudiera ser el caso de este espejo el de no ser un espejo.
Esta conjetura, aunque interesante y muy acorde con La Condición humana de Magritte, debe ser desechada debido a la posición del espejo. Este se encuentra sobre una repisa, posiblemente la de una chimenea por ejemplo, y ése es un buen lugar para un espejo. El sentido común, más allá de su primer tropiezo, nos indica que eso es en efecto un espejo. A esta noción de sentido común se une una apreciación de mayor solidez: el libro que se encuentra sobre la repisa, como el hombre, son elementos que pueden o no pueden estar frente al espejo. El espejo no puede ser un farsante debido a su naturaleza, que es reflejar lo que él mismo no es. El truco no funcionaría más que en muy determinadas circunstancias, que en caso de no verse complementadas, arruinarían la razón de ser de la trampa.
Le daré un respiro al espejo, pero aún no puedo desechar la idea de que esta obra nos presenta un colosal engaño. Por el momento señalaré al siguiente sospechoso: el hombre. Creo que por aquí van mejor encaminados mis pasos, pues tiene la nuca de un mentiroso. Su cabello engominado, el traje de persona formal, una oreja (la izquierda) inusitadamente grande; pareciera que quiere captar qué es lo que se dice de él, enterarse de si alguien sospecha. Claro que el primer elemento acusatorio debería ser que no nos da la cara, sino la espalda… dos veces.
Parece éste un mejor camino. A esta conjetura se añade también las continuas referencias visuales que Magritte hace a la flaqueza de los hombres. Pero para tratar de ir más allá del autor, apropiándome por un momento de lo que veo, quisiera resaltar un tercer elemento que me parece importante, que aparece frente al reflejo de espaldas y que debería estar justo detrás del hombre del primer plano. Me refiero a ese espacio de horizonte, de color indeterminado, que ocupa gran parte del reflejo dado. Si pensamos consecuentemente y asumimos sin más que lo que nos presenta el espejo es lo que tiene enfrente, tendríamos que suponer que eso es algo así como la pared. Sin embargo, nunca una pared había tenido una imagen tan incorpórea, tan difusa.
Quizá hice mal en sospechar de nuestro hombre, quizá su imagen poco confiable se deba a otra cosa; puede que haya algo más en él, algo que parece tensión, como si estuviera inquieto. Recaen nuevamente mis sospechas sobre el espejo, porque ese horizonte que nos presenta frente al hombre reflejado, tiene un dejo como de porvenir. Esta idea me la sugirió Alicia que en su viaje A través del espejo ha demostrado cómo detrás del espejo no sólo hay azogue (Carroll, 1896).
De nuevo en el punto de partida -pero no de la misma manera- encuentro la necesidad de señalar nuevamente al espejo que, al parecer, también nos señala algo. He llegado a la conclusión de que nuestro hombre se encuentra ahí congelado como una estatua, atónito ante la vista de eso que aún siendo él mismo le era totalmente desconocido; y frente a él, su destino.

El espejo del Retrato de Lupe Marín



De los muchos espejos que se pueden apreciar en el arte mexicano, hay uno que me pone triste. Se trata del espejo que, tras la figura imponente de Lupe Marín, nos muestra Diego Rivera en ese retrato de 1938, cuando ya tenían años de estar divorciados. Aunque se ha hablado mucho más del Retrato de Ruth Rivera, en el que también encontramos un espejo, el de su madre me parece más interesante.
Lo primero que salta a mi vista en esta peculiar obra es la situación poco privilegiada del espejo, que se encuentra prácticamente escondido tras Lupe Marín, de la que nos muestra parte de su perfil, visto de atrás. Otra cuestión interesante que demerita el estado del espejo es que éste no está en un lugar que le pertenezca de fijo. De hecho, no tiene siquiera un marco o una moldura que lo engalane, ni se encuentra posado en un sitio que le dé importancia. Este espejo se encuentra desnudo y simplemente posado sobre el suelo, contra la pared. La única ventaja que tiene el espejo si se tiene en cuenta su posición y estado general, es que se encuentra ligeramente inclinado hacia arriba, de manera que parte de su reflejo es el de una ventana por la cual entra la luz, y que corona la pieza.
A Lupe Marín la vemos sentada, de vestido blanco, zapatos aterciopelados, con sendos collares y pulseras; vestida apropiadamente para un retrato. Lo que no es tan usual es la expresión de su rostro, la postura de su cuerpo. Su cabeza, ligeramente echada para atrás, me recuerda a un caballo al momento de recular. Sus ojos entrecerrados sugieren desconfianza; su boca, que deja ver sus dientes blancos, es como una señal de amenaza. Su cuerpo, ligeramente recogido sobre sí mismo mediante el firme abrazo de una rodilla, es la bella imagen de una fortaleza adornada con un candado peculiar: las manos enormes cuyos dedos entrelazados dejan fuera de nuestro alcance lo que protegen. Es la imagen misma de la preocupación, de la inquietud, en el sentido más doloroso de la palabra.
Aquí vuelve a la escena el espejo, que se ha escurrido subrepticiamente, aún a costa de renunciar a esa imagen prominente que le caracteriza, para dejarnos entrever ese dominio que por voluntad de la retratada nos estaba vedado, pero que su diáfana indiscreción nos expone.
El espejo se encuentra en una posición en la que Lupe no tiene dominio y en la que sus precauciones no surten efecto. De esa forma, el reflejo nos ofrece a la vista la perspectiva desprotegida de la dama, ese punto flaco de la barrera que ha levantado frente a ella y por la que podemos escurrirnos sin ser percibidos.
Pero la traición del espejo es doble, pues tanto desarma como expone. No se conforma sólo con frustrar los planes de defensa, sino que arroja a la aludida al campo de batalla. El sutil reflejo del flanco derecho de Lupe, que se nos muestra desde abajo, ha de salir, junto con la luz que se refleja de la ventana, proyectada por la ventana misma. Quizá la traición de este espejo sea el producto del resentimiento, una reacción natural frente a esta mujer engalanada y al hecho de reconocerse él en una posición de tan poca ventaja.
Qué triste es el efecto del espejo en esta tela dónde, a través de su influencia, Lupe Marín se ve a su pesar desposeída de sí misma. ¿Quién puede sustraerse a este efecto engañoso y despiadado cuando, en circunstancias similares, se encuentra frente a un espejo?
*
Las lecturas que he intentado de estas obras ejemplares y que recién expongo, han sido un esfuerzo por demostrar lo inquietantes que pueden ser los espejos[7], cuyo fortísimo efecto te hace exponer las entrañas, a través de su gélido cuerpo. Considero que más allá de las experiencias particulares que podemos tener con ellos, los artistas y sus obras son la sublimación más radical de estos efectos. Me parece que a través de la obra de arte el espanto que los espejos producen llega a potenciarse. De esta manera, nuestra vivencia de un espejo real puede tomar otro cariz. Tal es el caso de mi espejo, que considero es uno entre los peores, ya que como dije, hay de espejos a espejos, cada uno con particulares suertes. El mío exige ahora que me ocupe de él nuevamente:
Sucede que aquel espejo, que fue de la casa de los perros, y que terminó siendo el de la casa donde creció mi madre, ha sufrido también el paso del tiempo. Como si fuera un ser vivo -sospecho a veces que lo es-, se enfermó de una enfermedad común: hongos, pero una variante exclusiva de los espejos, un pathos que se debe a sus entrañas hechas de plata y que como un cáncer iba engullendo paulatinamente su brillante extensión. El convaleciente ya no era capaz de reflejar de manera tan eficaz, cierto, pero la mancha en la imagen que devolvía, y aún devuelve, tiene un efecto no precisamente tranquilizador. Para no dejar morir a la reliquia, mi abuela solicitó los servicios de una profesional “curadora” de espejos. Hizo la especialista descender de su pared al monstruo, lo recostó en una camilla especialmente construida para tal efecto, y durante algunas semanas se dedicó con cuidado y paciencia a matar el hongo, cuyos efectos, aunque irreversibles, pudieron ser minimizados. Debido a la dificultad del proceso, se aprovechó para dar mantenimiento y limpieza general al resto de la pieza. Así, con motivo de una visita a mis abuelos, tuve la ocasión de ver a mi Némesis, recostado, cubierto por varias sábanas blancas, frágil, con su luna en dirección al techo. Viéndolo así sentí una vana seguridad: puesto horizontalmente no daba la impresión de que se me venía encima; las sábanas que lo cubrían parecían censurar su afán por reflejarlo todo; hasta el pequeño adorno que lo corona –un nido con unos pajarillos que debido a esa intervención se descubrió que tenía unos huevos- me pareció peculiarmente simpático, casi risible. El espejo estaba pues humillado.
PERO NO DURÓ MUCHO MI SOSIEGO. TERMINADO EL LARGO PROCESO -QUE PARA LA LARGA VIDA DE ESE ESPEJO QUIZÁ NO REPRESENTA NADA- EL ESPEJO DE LA CASA DE LOS PERROS VOLVIÓ A LEVANTARSE, A OCUPAR EL CUARTO MÁS SOLEMNE DE LA CASA DE MI ABUELA, DONDE ÉL REINA COLGANDO, LIGERAMENTE INCLINADO HACIA EL SUELO. ACALLADO SU MAL Y RESURGIENDO SU BRILLO, ME ESPERA MÁS APABULLANTE QUE NUNCA, PORQUE SABE QUE NO PUEDO ESCAPAR DE SU HECHIZO DE PLATA CADA VEZ QUE PONGO UN PIE EN ESA CASA.
Afortunadamente para mí, existe un problema en el destino próximo del espejo: nadie lo quiere. Mi abuela lo conserva porque es una herencia que se remonta a la historia de su familia y porque la doble altura de la sala lo permite. Sus hijos, sin salas de doble altura o sin el arraigo suficiente a la historia familiar como para hacerse cargo del devorador de imágenes, no lo hospedarán en sus casas. No los culpo. No sé si una donación esté en los planes de mi abuela, pero creo que convendría que el espejo volviera a su antigua casa, que ahora es un museo. Que vuelva con sus perros, quizá esto los tranquilizaría. Debería volver a su pared original, a formar parte nuevamente de esa trinidad monstruosa a la que pertenecía, frente a su igual, para atrapar en su laberinto de imágenes al incauto que por ahí se pare.

/Tomado de El Gran Vidrio, número 0


Fuentes de consulta
  1. Borges, J. L. (1974). Ficciones. Madrid: Alianza.
  2. Carroll, L. (1896). Through the Looking-glass. Hertfordshire: Wordsworth.
  3. Foucault, M. (1966). Las palabras y las cosas. México: Siglo XXI.
  4. Foucault, M. (1984). La historia de la sexualidad III. La inquietud de sí. México: Siglo XXI.
  5. Perez-Rincón, H. (2005) “Iconografía de una celotipia”. Revista de la Universidad de México, 21, 100-104.
  6. Rivera, D. (1989). Catálogo general de obra de caballete. México: INBA-CONACULTA.


[1] La historia de la casa se ve engalanada con –no podía faltar- sus historias de fantasmas. Dicen los que saben que abundan los aparecidos, que los veladores no duran mucho en sus puestos y (esto es lo mejor) que los perros toman vida; algunas noches se los escucha ladrar rabiosos, o aullar entristecidos.
[2] Según consta la boleta de título de propiedad, la cantidad acordada fue de cien pesos oro.
[3] Cfr. “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”. Para quienes han tenido la fortuna de leer este cuento, no les será ajena la precisión que hace Bioy Casares, compañero de Borges en esta particular ficción, quien recordando la idea, dice “[…] los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”.
[4] Traduce como “inquietud”.
[5] Entiéndase “farsa” en el sentido dramático de la palabra.
[6] El “retratado” es Sir Edward James. Pero no aludiré a ese personaje en particular, porque me parece que la gracia de la obra es el anonimato en el que mantiene al retratado.
[7] Aunque pensándolo bien darse cuenta de eso no requiere esfuerzo alguno, es cosa de lo más evidente, aunque haga falta tratar de entenderlo.
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